Y, por último, la casa: la siesta como hogar, como refugio interior. La casa, el sofá, la cama, el territorio de la retirada. La siesta como trinchera, como espacio de desconexión con el exterior, pero también de reconexión con eso que esos meses, más que nunca, sentimos en peligro: la vida. Una especie de afirmación de que uno sigue vivo y que, aunque el mundo se esté derrumbando, algo ahí aún se mantiene. Una protección ingenua: la creencia de que nada malo puede sucedernos mientras sigamos durmiendo la siesta.